¿Qué tan públicas son las Islas del Rosario?
SOHO. - Dos periodistas de SoHo, acompañados por algunos cartageneros, hicieron el ejercicio de tratar de bañarse en las playas de las Islas del Rosario, espacios públicos que deberían estar abiertos a todo el mundo. Cara a cara con los "dueños" del patrimonio nacional.
El Consejo de Estado lo dijo fuerte y claro: las Islas del Rosario son de la Nación. Son un espacio público al que cualquiera de nosotros debería poder ir y aunque sus ocupantes, con cédulas reales en mano, sigan intentando que los reconozcan como legítimos dueños, hay una franja de al menos diez metros que debe respetarse como playa pública. Por esto y a raíz del inminente desalojo de quienes, según el Incoder y el Ministerio de Agricultura, ocupan ilegalmente 139 predios de la Nación en las Islas del Rosario, SoHo envió a un par de periodistas para que, en compañía de Nohora, Rosenberg y Kelly (todos de una universidad pública de Cartagena), intentaran asolearse en sus playas sin tener que pagar un solo peso, como se supone debería ocurrir en todas las playas del país.
El resultado no fue nada alentador. Aunque todos saben que las playas son el lugar público por excelencia, donde así sea por un rato se desvanecen las diferencias sociales y se está lo más cerca posible a la igualdad, a muchos en las Islas se les olvidó ese pequeño detalle. Muros, mallas, letreros y la repetida frase "esto es una isla privada" fueron la constante.
Isla del Pirata
En esta isla, donde funciona desde hace 35 años un hotel que construyó la familia Lemaitre de Cartagena, Rosenberg consulta con un mesero si podemos pasar el día allá y, para su sorpresa, le dice que no hay problema y puede estar donde quiera sin costo alguno.
Cocoliso Isla Resort
Al llegar a Cocoliso un letrero en la playa advierte con el mismo tono antipático de algunas discotecas: "Nos reservamos el derecho de admisión". Un tal Éver dice que del hotel es todo el frente. "¿La playa también?", preguntamos. "La playa también", contesta. Le pedimos que nos deje pasar la noche en la playa y, como no se ha presentado ese caso, llama por radioteléfono a Manuel, pues conoce mejor las políticas del lugar. Mientras llega, dice que la playa es exclusiva, que los que entran deben tener permiso y que los vendedores ambulantes deben pagar al hotel para poder vender.
La respuesta de Manuel es clara: "Hay un consumo mínimo de $20.000 por persona". "¿Para estar en la playa?", preguntamos sin poder creer en este requisito típico de discotecas. Nohora exige hablar con el dueño. "Señorita. ¿Es que no me hago entender? Es política de la empresa. Esto en cualquier parte te lo cobran y el dueño se pone bravo si ve que no sabemos el procedimiento. Venir acá vale $65.000 por persona. Hoy vienen 150 personas. Es una cosa de lógica", dice Manuel en forma severa. "Pero también es de lógica que son públicas las playas", le contesta Rosenberg. "Eso dice la gente, pero usted montó un negocio y nadie se le va a meter. Si usted ve, la playa estaba cerrada por un espolón. No es que se adueñen. El Hilton tiene su playa y usted no va a entrar allá". Con esa frase nos vamos sin poder conocer una playa que, dicen ellos, es de 150 metros de largo y de "propiedad" de los hermanos Amín y Nayib Díaz.
La Isla Media Naranja y la casa de Fanny Mickey
¿Podemos tomar el sol? Pregunta Nohora al hombre del hotel Media Naranja. "Hay que pedirle permiso al sol", contesta y luego de reírse pregunta si vinimos con algún tour. Le contestamos que llegamos en una lancha particular, y que trajimos todo para almorzar en la playa. Serio replica: "A ver, la idea es que consuman acá. Si no, deben pagar un cover de $5.000. Pueden sentarse en las sillas, pero cuando llegue la lancha con los del tour me las facilitan porque ellos tienen prioridad".
Cerca al puerto, una reja impide pasar al otro lado de la playa, así que caminamos por la costa hasta la playa contraria. Sale Ana y nos dice amablemente que, mientras no nos metamos con nada de la casa, podemos quedarnos, pero cuando le contamos que pensamos volver otro día, tal vez a acampar, aclara que solo podemos estar en la playa cuando no esté su patrona, Fanny Mickey, y que no podemos acampar pues su jefe la regaña por no alquilar la casa de su isla privada. "Si tú alquilas esto por $100.000, ahí sí coges la playa por lógica", dice apelando como en Cocoliso a la lógica de pagar por lo que se supone debe ser gratuito.
San Pedro de Majaua
Pasamos menos de cinco minutos en la playa y un mesero de camisa floreada nos pregunta sin saludar: "¿Vinieron en una lancha que se llama La Negra?". Contestamos que sí y pedimos permiso para estar en la playa sin comprar nada. Busca a la gerente del hotel, quien haciendo alarde de unos modales típicos de cachaca refinada se presenta y resuelve nuestra duda: "Qué pena con ustedes, pero tienen que almorzar acá, pues no puedo permitir que consuman nada que traigan". "¿Y estar acá, acostados?", le precisamos. "No es una playa pública. Esto es el hotel San Pedro de Majaua, del hotel Santa Clara en Cartagena", contesta. "¿No hay una parte de la playa que sea pública?", pregunta Nohora. "No, o sea, las playas por ley son públicas, pero esta playa es del hotel y la mantiene el hotel. Esta y la del otro lado. Si quieren, el que los trajo debe saber dónde hay una playita en la que puedan sacar su comida y eso. Él debe saber que esto es un hotel". Rosenberg no se da por vencido y le pregunta si puede pasar ahí la noche, pero lo único que exclama cuando le dice que una suite cuesta $370.000 es: "¡Mieeeerrda!".
La playa menos pensada
Desde la lancha vemos una playa larga y blanca y justo en la mitad un enorme yate. En el muelle, un hombre gordo y su mujer se toman unos whiskies. Le pedimos al lanchero llevarnos hacia allá. Nos dice asustado que preferiría no hacerlo pues están los dueños y podría meterse en problemas. Todos damos por hecho que no podremos poner ni un pie sobre el puerto, pero le rogamos que nos lleve. El diálogo con el señor del yate es corto, amable y sin interrogatorios típicos de amos y señores feudales. "¿Podemos pasar el día acá?, preguntamos. "Claro", contesta sin más. Le damos las gracias y responde que con mucho gusto. Mientras nos refrescamos en el mar, Nohora vuelve y le pide prestado el baño de su casa. De nuevo le dice que no hay problema y confirmamos que a veces las apariencias engañan. George Sager, nos dicen los nativos del lugar, es el nombre de este barranquillero, todo un ejemplo a seguir.
Isla Matamba
La lancha nos deja en un muelle de la Isla Matamba. Un hombre dice ser el mayordomo de la casa de Alberto Iglesias y nos pregunta si hablamos con él, pues el terreno es privado y tiene orden de avisar si alguien llega a quedarse. Después de hacernos varias preguntas, de pensarlo un rato y de que le explicáramos que solo queremos bañarnos en el muelle, nos permite pasar un tiempo allí. Claro que si queremos volver otro día con más gente, es indispensable contar con la autorización de Iglesias. Le preguntamos si podemos también conocer Caracolí, el puerto de al lado. Se va, le consulta al hombre encargado de cuidarla y vuelve con la razón: no tienen autorización de dejar entrar a otras personas.
Punta Iguana-Barú
Dos mujeres pedalean plácidamente en sus respectivas bicicletas de agua. Cuando ven llegar a La Negra, nuestra humilde lancha de turista que al lado de los yates y lanchas con dos y tres motores fuera de borda del muelle se ve como un mosco en leche, voltean a mirar. Tan pronto atracamos un celador viene hacia nosotros. Lleva en su cinturón una pistola y una hilera de balas amenazantes. "¿Son invitados? Porque así no pueden entrar. Esto es un club privado". Con tono de súplica le pedimos que nos deje entrar a la playa y hasta le preguntamos: "¿Y pagando?". Vuelve con la misma frase fastidiosa: "Es privado". Nohora le aclara que solo vamos a la playa y se choca con una respuesta cortante. "No, señora. No se puede. Esto es un club privado y como hay unos socios...". ¿Y si hablamos con la administradora?". "No, nada. No se puede". "Es solo a la playita". "No, nada, no se puede. Allá hay otra finca con playa, él sí les puede alquilar y dejar estar un rato ahí". Toma su radioteléfono y una voz lejana pregunta: "¿Qué pasa?". "Unas personas que quieren ingresar". "Ah, O.K.", dice la voz ausente.
Le pedimos que nos deje hablar con la administradora, pero de nuevo se niega y dice que ella no deja entrar a nadie que no sea socio o invitado. "¿Y cuánto vale la acción?", preguntamos. "140", nos informa. "¿140 mil pesos al mes?". "140 millones de pesos", aclara y Rosenberg, bromeando, les dice a sus amigas: "¿No tienen por ahí 140 millones que les sobren en menudo?". Nos alejamos y desde la lancha vemos asolearse a una mujer en hilo dental. Una socia o invitada, seguro.
Playa Blanca y el muro de Santo Domingo
De camino a Playa Blanca pasamos por la casa de Julio Mario Santo Domingo. Le preguntamos al lanchero si es posible acercarse, pero esta vez se niega rotundamente. Dice que la playa está militarizada y que hay que tener un permiso. No insistimos.
¡Bienvenidos!, dice un hombre cen Playa Blanca, tal vez una de las playas más paradisíacas de Colombia. Hoy en día llegan a ella en lanchas y buses cientos de bañistas de todos los estratos. Es como esa playa democrática que uno imagina cuando piensa en una playa pública.
Caminamos libremente por toda la costa, sin que nadie nos pregunte si vamos a almorzar, nos exija pagar un cover, nos pida invitación de un socio o nos invite a marcharnos porque el lugar es privado. Sin embargo, en un momento dado nos golpeamos contra el primero de dos muros que dividen la playa. De un lado queda la playa de los turistas. Del otro, la playa de los Santo Domingo. Ambos muros vienen desde bien adentro del terreno y se alcanzan a tocar con las aguas del mar. Pueden tener unos dos metros y medio de altura, están construidos con piedras y corales y en su cúspide tienen vidrios afilados que disuaden a quien pretenda escalarlos. Rosenberg dice que una vez los atravesó, pero que al tocar la tierra del potentado industrial un soldado armado, a lo lejos, movió de un lado a otro su dedo índice, indicándole que no podía seguir. Uno a uno, trepamos el muro de corales de Santo Domingo, esquivamos los vidrios y pisamos suelo prohibido. Sentimos como si hubiéramos realizado una hazaña, desafiando el poder de uno de los hombres más ricos del país, pero el miedo de encontrarnos con una bala defensora de la propiedad privada nos convence de devolvernos y evitar el encuentro con el soldado del que nos habló Rosenberg.
De regreso, un pescador nos habla sobre el pleito por la propiedad de las tierras que ha habido desde hace años entre los nativos, por una parte, y la Nación, el Grupo Corona y Santo Domingo, por otra, quienes desarrollan en la zona el más importante proyecto hotelero de los últimos tiempos. Según dice el hombre, en mayo del año pasado la abogada de los nativos encontró la forma de ganar el litigio, pero un par de tiros, por la noche en su casa, acabaron con su vida y con la de su hijo de 17 años. Un artículo publicado por la revista Cambio, asegura que la abogada había encontrado a uno de los nativos que supuestamente le había vendido su tierra al grupo de empresarios y este le había dicho que era analfabeto, no conocía notaría alguna y jamás había firmado la escritura. Ocho días antes de su muerte confirmó que la firma del documento era falsa. El pescador agregó que estaban presionando a los nativos que les querían comprar la tierra a precios irrisorios para luego emplearlos como meseros de los lujosos hoteles. El caso sigue sin resolver.
Con ese sabor amargo, preocupados porque la única playa verdaderamente pública en la que habíamos estado se convirtiera en un lugar excluyente y marcado por las mismas desigualdades sociales que cualquiera advierte en Cartagena a primera vista, y sin haber podido ingresar libremente a la mayoría de playas que visitamos, regresamos. Días después conoceríamos que el abuso no se limita a las playas de Barú y las Islas del Rosario. La Procuraduría General de la Nación estima que hay alrededor de 31.000 ocupaciones ilegales en varias playas del país, 26.000 en la costa pacífica y 5.800 en la atlántica. Esta historia resultó ser tan solo la punta del iceberg. Una punta filuda que demuestra lo lejos que estamos de alcanzar al menos una igualdad formal tan obvia y sencilla como la de acceder libremente a un espacio público: las playas.
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